Una vieja leyenda nos cuenta una historia en un pequeño país, perdido en un continente ignoto, donde vivía un granjero. Como tal, plantaba su huerta y cuidaba de los animales que, la una y los otros, le proporcionaban todo lo necesario para vivir sin estrecheces.
Una mañana, como cada mañana, se acercó al establo donde ordeñaba su vaca y, tras obtener su ración diaria de leche, pasó al corral a recoger los huevos que, cada día, sus gallinas ponían puntualmente. Uno de esos huevos era extraño, el enorme peso y su color hacían sospechar que estaba hecho de oro y, extrañado, lo guardó en casa pensando cómo habría ido a parar ahí semejante alhaja.
Todos los días, a partir de entonces, aparecía un huevo de oro entre los demás y no tardó en identificar a la gallina autora del prodigio a la que cuidó con mimo preservándola de cualquier percance.
Al poco, descubrió que cuanto más aislaba su preciada gallina del resto de aves, aunque seguía con su puesta diaria, los huevos eran más pequeños y, al contrario, si correteaba libre por el patio, rodeada de congéneres bulliciosas, el trofeo diario era más grande y brillante, de modo que optó por dar suelta a su inesperada fuente de riqueza.
Con el paso de los años, el granjero aumentó su cabaña y sus tierras de labor, dando de comer a muchas familias y, no sin asombro, se vio a sí mismo envejecer mientras su gallina estaba más joven, lozana y productiva que el primer día.
El hijo del granjero, si bien cuidaba de la hacienda y trabajaba a diario con su padre por sacarla adelante, tenía planes ambiciosos para con el ave y su puesta diaria. Cada vez que nadie lo miraba, se entretenía en trazar números con un palo en el suelo, echando cuentas imaginarias de cómo de dulce sería su vida a la muerte de su padre.
La deseada muerte del granjero llegó y el hijo tomó las riendas de la explotación a la que despojó de su aire bucólico y le dio un sentido más industrial. Aún aumentando la producción de la granja, no tenía dinero suficiente para sus gastos onerosos y, en pocos años dilapidó los ahorros de su padre, hipotecó la granja y explotó a sus trabajadores encontrándose cada día más entrampado.
La gallina, ya puesta a buen recaudo en un corral propio y bien cerrado, languidecía con la consiguiente merma de producción. El hijo, ahora propietario; presa de su ambición y una avaricia sin límites, tomó una decisión dramática de la que se arrepentiría el resto de su vida: Con la mente nublada por la visión de montañas de oro, entró una tarde en el cubículo del ave armado con un gran cuchillo y la abrió de arriba abajo.
Cual sería su desolación al comprobar que, sólo la acertada combinación y funcionamiento de células, órganos y felicidad, eran capaces de dar su fruto diario en forma de huevo dorado y, ahora, se había quedado sin nada.
Cuenta esa vieja leyenda, que el hijo del granjero, murió triste, solo, pobre y perdido tras muchos años de mendigar un mendrugo de pan por las puertas de iglesias y palacios.
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