La caja
A medida que se acercaba la hora de cierre, en la puerta
trasera del hiper, el bullicio iba creciendo.
En unos minutos saldrían los contenedores llenos de toda la comida
caducada, magullada o fea que no estaba en condiciones para su venta aunque sí
para su consumo y, unos y otros, afianzaban sus posiciones en los lugares
estratégicos que les permitían acceder con garantías a todo lo comestible.
Lolo no sabía dónde ponerse, era la primera vez que acudía y
tampoco tenía especial interés en la selección y captura de alimentos, su
objetivo era otro: Necesitaba una caja de cartón, solo una caja y no muy grande
además, algo mayor que una de zapatos, quizá, pero de buena calidad.
Desde niño había ido a todas partes con su caja que cuidaba,
limpiaba y protegía con mimo de los golpes y el deterioro, pero el cartón es un
material sensible al roce y, el paso del tiempo, tampoco corría a su
favor. Ahora, bajo su brazo, no admitía
más remiendos ni parches y, solo la cinta adhesiva de sus esquinas le aportaba
algo de consistencia y se abría por las costuras al más mínimo movimiento. Tras tantos años había llegado la hora del
relevo.
Un leve movimiento en las gruesas cortinas de goma
anticipaba la aparición de los contenedores y su Eldorado interior y, como en
una coreografía improvisada, decenas de cabezas expectantes, cuerpos
hambrientos y ágiles extremidades avanzaron cuatro pasos al unísono. Lolo, sorprendido por tanta precisión, quedó
rezagado.
Las cortinas se abrieron empujadas por un convoy de 10
unidades de color verde oscuro, sucias por fuera y emanando una verbena de
olores que movería a la arcada irreprimible a un estómago menos entrenado. La orgía de búsqueda se desató en un caos
perfectamente organizado: Los primeros
contenedores venían de la frutería y las caja de arriba, menos aplastadas que
el resto, eran las piezas más codiciadas, después venían los de la carne
envasada y el pescado, congelado en origen, pero ya fláccido; los restos de
embutido y latas de conserva deterioradas completaban las últimas unidades y,
los profesionales de la rebusca, sabían meter las manos con una precisión
quirúrgica y obtener su premio.
Lolo no buscaba comida, ese flanco lo tenía bien cubierto y
sus necesidades estaban satisfechas, de modo que se retiró unos metros para no
estorbar colocándose, inconscientemente, en la trayectoria de los feroces
cartoneros que esperaban su momento en retaguardia. Cuando aparecieron las enormes cestas
repletas de cajas perfectamente plegadas y apiladas con el máximo
aprovechamiento, Lolo fue literalmente arrollado por una infantería implacable
y voraz donde, adquirir una cuarta de ventaja, suponía la diferencia entre
pillar o no pillar…
Media hora más tarde, no quedaba ni rastro de personas,
viandas y envases. En un rincón lloraba
un muchacho que, en posición fetal, trataba de proteger los restos
desvencijados, aplastados y hechos jirones de lo que, en otro tiempo, fue una
caja lustrosa, robusta y pujante.
Por sus aberturas obscenas se habían evaporado los sueños,
sonrisas e ilusiones que Lolo atesoraba con mimo desde su más tierna infancia.
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