Muerte y vida. Gustav Klimt 1916 |
El ser humano, como un ser vivo más de los que pueblan la
Tierra, lleva insertadas en la base de su código genético las tres fases que
marcarán su proceso vital: Nacer, crecer y reproducirse (o intentarlo, al
menos). Luego, con el avance de la
evolución, hemos desarrollado una enorme capacidad para complicarnos la
existencia pero, en esencia, esta se reduce a eso.
Hay un factor común a todo ser vivo, que además le confiere
ese estatus, y por el que la Humanidad ha desarrollado una obsesión, mezcla de
temor y fascinación, que condiciona inconscientemente su actitud y la forma de
afrontar los problemas: La Muerte.
La Muerte no es otra cosa que un “cierre por cese de
actividad”. Si cada ser vivo está
formado distintos compuestos de carbono que, combinados y reunidos entre sí,
forman miles de millones de células especializadas, que conforman órganos, a su
vez agrupados en sistemas que realizan diferentes y complementarias funciones
fisiológicas, cuya suma da lugar a un individuo; la muerte consiste exactamente
en el efecto contrario: La parada funcional de estos sistemas, la consiguiente
descomposición química en compuestos cada vez más simples y, una vez alcanzado
el nivel molecular, recombinarse y volver a formar parte del ciclo vital en
otras estructuras. Pensándolo en
clave global, la muerte no constituye ningún final, solo es un paso más en un
camino infinito.
El cerebro humano (otro órgano más) evolucionó más deprisa
que el resto del organismo y fue adquiriendo funciones cada vez más complejas,
la más importante quizá fue la capacidad para comunicarse, que desarrolló el
lenguaje y, con él, la capacidad para hacer (hacerse) preguntas sobre fenómenos
a los que no encontraba explicación: Ahí nació el mito de la Muerte y, como
consecuencia, los pilares comunes sobre los que se asientan las diferentes
religiones: Buscarle una explicación (con el tiempo, sacando beneficio de
ella), proponer alternativas para posponer su inevitable llegada (con el
tiempo, sacando beneficios de ellas) y tranquilizar la natural inquietud ante
lo desconocido con la opción de acceso a una “vida mejor” (sacando un inmenso
beneficio de ello).
No se puede negar que la muerte es un fenómeno doloroso en
lo físico, cuando se experimenta en carne propia, y en lo emocional, cuando
toca a alguien cercano, pero es algo tan natural como imposible de
esquivar. Ahí reside el éxito de celebraciones
festivas como el internacionalizado rito celta de Halloween o la archiconocida
tradición precolombina del Día de los Muertos, celebrada en México. Ambas relativizan el fenómeno y lo
convierten en motivo de fiesta despojándolo de la solemnidad oscura y lóbrega
que la Iglesia Católica impuso para homenajear a nuestros ancestros.
Cada quien que lo celebre (si lo quiere celebrar) como
quiera, pero que intente disfrutar al máximo de cada momento de su vida actual,
no vaya a ser que en el próximo ciclo recombinativo del carbono, nos corresponda
ser parte de la raíz de un champiñón, con lo aburrido que tiene que ser eso.
2 comentarios:
Cuando duele mucho no se piensa, pero cuando pasa ese primer golpe y se acepta no queda más que vivir conscientemente. Yo, particularmente, me quiero recombinar en rueda de carro, para no parar...
Un abrazo ;-)
Y yo, me quiero recombinar en el eje de la rueda de ese carro, para no parar...
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