Paso a paso se adentró en el pinar, el camino era ancho y
cómodo, domesticado por el tiempo, los rebaños de cabras y las ruedas de los
tractores; de vez en cuando lo atravesaba el vestigio de un reguero de agua de
lluvia que, rebelde, se resiste a circular por los bordes. Qué maravilla, pensó, esto es oxígeno puro
del que respiras más en cinco minutos que en un año por la ciudad. El cielo azul, sin una sola nube, se iba
ocultando tras las copas elevadas de pinos altos, rectos y elegantes que
dejaban el suelo alfombrado de agujas secas que crujían levemente al caminar.
A altura humana, jaras, helechos, zarzas, acebos y endrinos
salpicaban la retina de diferentes tonos de verde. Una experiencia relajante que infundía paz a una mente, de común
acelerada, y a un cuerpo anquilosado por el sedentarismo convicto y confeso
que, cada día, dejaba su poso de rigidez en articulaciones y arterias. La naturaleza se reivindicaba incontestable
y la sensación de armonía con el cosmos, en vez de causar mofa como cuando lo
escuchaba boca de otros, se sentía en cada poro, en cada célula.
Al cabo de un par de horas
de paseo, tomando al azar diferentes veredas más estrechas y a veces tortuosas,
el caminante encontró lo que buscaba: un rincón en la profundidad de la umbría,
alfombrado de mullidas agujas y hojas secas que se ocultaba tras una maraña
vegetal como escondiendo su riqueza a los ojos profanos. Descolgó la mochila de su espalda sudorosa
y, apoyando la espalda en un tronco, se sentó agradecido. Sacó del morral un trozo de pan y algo de
chocolate que devoró con apetito, poniendo mucho cuidado en no dejar residuos
impropios del entorno agreste. Apoyó la
cabeza y cerró los ojos escuchando con atención el rumor de la brisa entre las
hojas, el canto de los pájaros y los susurros que el bosque deslizaba en sus
oídos. Un crujido inesperado le hizo
abrir los ojos y, ante sí, un corzo adulto y majestuoso rebuscaba brotes verdes
desavisado de su presencia.
Es el momento, amigo. Se dijo sin pronunciar palabra y
alargó la mano hasta el asa de la mochila.
Abrió la cremallera con cuidado y extrajo sus herramientas de
trabajo: Un periódico viejo, una
pequeña lata de gasolina y un mechero, de esos de regalo, que llevaba impresa
la estampa de un ciervo. Arrugó con
desgana cuatro o cinco hojas que colocó al pie del tronco que le sirvió de
respaldo, las roció con líquido inflamable que rompió por un momento el idilio
de su pituitaria con el entorno y, ya incorporado y presto para la huida,
prendió fuego a su obra.
A la carrera, no tuvo tiempo ni arrestos para volver la
cabeza, solo deseaba alejarse con rapidez antes que el infierno desatado lo
pudiera alcanzar aunque, si sus cálculos eran correctos, las llamas avanzarían
en dirección contraria. Era un
profesional de prestigio en lo suyo y sabía como hacer su trabajo sin
contratiempos indeseados...
...Al salir del chalet de don Servando, pasaba a toda
velocidad el todoterreno de la brigada forestal mientras las campanas llamaban
a “fuego”. Tres abultados sobres se amontonaban
en la guantera y trescientos kilómetros al norte le esperaba otra jugosa
peonada. Era Temporada Alta.
3 comentarios:
Tristísimo relato, no por ello menos cierto. El que le puso los abultados sobres en la guantera tiene unos cómplices cuyo pecado puede incluso ser lo mismo de inconfesable, por estar al servicio también del que pone sobres. En este mundo malvado no puedes poner la mano en el fuego por nadie; y menos por los políticos. Justo cuando en Galicia han derogado la ley que prohibía cualquier tipo de comercialización producto de un incendio; ya sea para recoger la madera quemada como para colocar una urbanización, los fuegos se han proliferado. Me pregunto qué intereses hay detrás de quienes derogaron una ley que ha protegido los bosques gallegos todos estos últimos años. El sistema oligárquico de castas produce ese tipo de efectos.
Has empezado bien tu relato Fermín. Me ha sido tan fácil imaginarme ese paraíso, disfrutar de sus olores y hasta sentir el frescor de sus umbrías. Pero al poco desperté. Lo hice de muy mala hostia. También me ha sido fácil imaginarme esa mano con mechero y las páginas de periódico arrugadas. Negro país el que nos están dejando sin sus contrastes. Malditos!!! Malditos los que llenan los sobres de los pirómanos a sueldo. Cuando vuelvas a hacer un relato similar, hazme el favor de prevenirme. El despertar será menos irritante.
Gracias, amigo.
Qué miedo!!
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