Puede que la devastadora ofensiva por tierra, mar y aire,
que la impía gripe efectúa sobre mi organismo (muy apropiado el participio “gripado”
para definir mi estado), haya hecho que mi mente febril se fije en un personaje
tan invisible como imprescindible para el buen desarrollo de cualquier proceso electoral
que se precie: El conductor del autobús de campaña.
Se trataría de un profesional de acreditada solvencia en lo
suyo, capaz de mantener la calma en situaciones de euforia desmedida y de animar
discretamente a su pasaje en momentos de languidez decimonónica provocada por
encuestas desfavorables o cansancio integral tras una dura jornada repitiendo
las mismas palabras sin sentido, sonriendo a las cámaras, manoseando atriles,
babeando niños o repartiendo zascas por las redes sociales.
Nadie repara en su presencia pero todos notarían su falta (más
que nada porque el autobús no se movería). No sé si nuestros protagonistas
involuntarios han estado alguna vez bajo el foco escudriñador de los intrépidos
cronistas electorales pero, si así fuera, no habrían conseguido sacarles un
titular medianamente potable o una palabra fuera de su sitio natural. Son la
discreción hecha carne. Ocupan su
asiento sin hacer ruido y, aunque todos los ocupantes conocen su nombre, solo
se dirigen a él en contadas ocasiones para pedirle que suba o baje el volumen o
preguntarle, cual niño cansino, cuánto queda para llegar.
Disponen de un espejo cóncavo que les da una panorámica
precisa del interior del vehículo y, sin apenas un gesto, lo miran periódicamente
para constatar que todos siguen ahí y están bien (o todo lo bien que cabría
esperar). Han sido testigos silenciosos
de cabreos épicos, broncas telúricas, llantinas incontrolables, introspección
casi autista, extroversión arrolladora, diseños de estrategia o cambios de última
hora sin realizar más movimientos bruscos que el necesario para activar los
intermitentes.
Han “apadrinado” relaciones amorosas sobrevenidas y fruncido
el ceño con rupturas previsibles. Saben quién ronca, quién sueña en voz alta,
quién es incapaz de echar una cabezadita y quién relaja esfínteres con más
frecuencia de la recomendable para una sana convivencia. Nunca lo contarán, ni
siquiera en su casa, son los responsables de un confesionario móvil y están
amparados bajo la protección del secreto profesional.
Por ese motivo, en muy pocas ocasiones verás a nadie
criticarles, sacar a relucir sus defectos o regañarles en público; aún con
menos glamour que un abogado, manejan información igual de sensible y una palabra
suya bastaría para hundir la carrera de más de uno (o una).
Vaya desde aquí mi sentido homenaje a esas personas tan invisibles
como imprescindibles para el buen desarrollo de una campaña electoral: Los
conductores de los autobuses de presidenciables, que están de “temporada alta”.
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