
Queridos
Reyes Magos o Papá Noel o Santa Klaus o quien coño sea:
Decir que este año he sido bueno se queda corto, muy corto; es más, de puro
bueno creo que he sido gilipollas.
Empecé el año mal (va a ser cierto eso de la maldición de los bisiestos).
Precisamente el Día de Reyes, como es costumbre, desayuné en casa con mi
familia el tradicional roscón, con tan mala suerte que la sorpresa que contenía
(un gallo cerámico primorosamente trabajado por su creador, con su pico, su
cresta, sus patas, sus espolones, su colorista plumaje en la cola y demás
formas plagadas de aristas) fue engullida por mí con bastante ímpetu y con tal
puntería que noté con alarma como se me saltaba violentamente un empaste. Presa
del sobresalto me atraganté y, al intentar despejar mis vías respiratorias para
coger aire, el gallo, sus múltiples aristas y los restos de roscón mezclados
con café discurrieron, esófago abajo, sin posibilidad de vuelta atrás.
Respecto a la digestión no cabe mencionar ningún aspecto reseñable en su primer
tramo sin embargo, la parte final ya fue otra cosa: Soporté pinchazos sin
cuento durante unas horas que me parecieron meses, hasta tal punto que mis
intestinos acabaron pareciendo un acerico ¡Y todavía faltaba la culminación del
proceso...!
Llegado el momento, a la vez temido y deseado, lo intenté, juro que lo intenté
de todos los modos posibles e imposibles, naturales o artificiales, espontáneos
o inducidos y, ya envuelto en gritos de dolor insoportable, no me quedó otra
opción que acudir a Urgencias. Allí se me alivió mediante una epidural y un
sabio trabajo facultativo que nunca agradeceré bastante aunque, sinceramente,
hubiera preferido una anestesia general que me habría evitado escuchar los poco
sutiles comentarios de los presentes en el quirófano y de todos los que acudían
presos de la curiosidad.
Tras una semana de convalecencia con baja médica, la reincorporación a mi
puesto de trabajo en la fábrica no fue mucho mejor; sólo comentar que, durante
el turno de mañana, hubo que parar tres veces la cadena de producción ante la
imposibilidad manifiesta de mis compañeros por cumplir con sus tareas,
afectados por los estertores propios de la risa compulsiva. ¡Qué panda de hijos
de puta!
Pasaron unos meses sin más novedad que la continuada ingesta de dieta blanda
hasta que, en Mayo, llegaron las Fiestas de Getafe, el momento elegido por mí
(y por mi médico, no sin algún consejo jocoso relativo a la deglución de piezas
cerámicas) para volver a la normalidad y resarcirme.
Craso error. Dejándome llevar por el alegre bullicio, el generoso trasiego de
alcohol, después de cinco meses de sequía y, por qué no decirlo, el ambiente de
cachondeo que reinaba en la Plaza del Canto Redondo; observé en la acera,
huérfano de toda atención, un balón de Nivea que estaba pidiendo a gritos que
alguien le diera una patada furiosa y contundente y... quise hacer una gracia.
Durante la vivaracha carrerilla hacia mi objetivo, un grupo de jóvenes intentó
disuadirme pero no me amilané y cargué todo el peso de mi cuerpo en la patada.
Decir que se me saltaron las lágrimas al instante sería injusto por escaso,
decir que la reverberación del golpe me llegó hasta la nuca sería injusto por
pobre, decir que me desmayé del dolor sería injusto por optimista y decir que,
en Urgencias, en el mismo maldito quirófano, se reunió más gente en esta
ocasión para observar como, mediante una palanqueta quirúrgica, me
desincrustaban tarso, metatarso, dedos, tendones y músculos del maleolo y
procedían a reconstruirme el pie en una operación que duró catorce horas, sólo
sería una pálida constatación de los hechos.
Resulta que, los jóvenes que intentaron pararme, se habían estado entreteniendo
en pintar de azul una de las pesadas bolas macizas de granito que hacen el
papel de toscos bolardos en algunas aceras de nuestra ciudad. ¡Qué panda de
hijos de puta!
Dicen que
los adolescentes han desarrollado extraordinariamente las habilidades del dedo
pulgar de tanto mandar sms, y hasta durmiendo lo mueven compulsivamente para mandar
sus sueños a los amigos. Debe ser cierto, yo, modestamente, también sufrí esta
molesta costumbre ya que, durante los dos meses que permanecí ingresado en la
planta de traumatología del hospital, mi dedo gordo se puso en forma de tanto
apretar la maquinita esa que suministra microdosis de morfina cada vez que se
percibe algún amago de dolor (¡Qué gran invento!). Fueron los días más
placenteros de mi existencia, vivía en un estado de bienestar absoluto:
optimismo, buen rollo, tranquilidad, relajación, ánimo de colaboración máxima,
... Ni siquiera me quejé cuando volvieron a meterme en ese quirófano que ya era
como el salón de mi casa porque, al parecer, con las prisas de la
reconstrucción, me habían dejado las uñas del pie a la altura del empeine.
Esto es como el Yin y el Yang, cada cosa buena tiene su contrapunto
desagradable y yo, que soy un libro abierto, mostré rápido mis debilidades. El
primero en darse cuenta fue mi jefe que, dado que yo estaba de baja, vino a
pedirme autorización por escrito para incluirme en el ERE de la empresa y se lo
di gustoso. Después todo fue a peor... A la salida del hospital había abrazado
la fe cristiana, protestante, judía, musulmana, budista, taoista, hare krishna,
era miembro del Opus Dei, de las iglesias Baptista, Anabaptista, Evangélica, de
Jesucristro de los Santos del Séptimo Día, la Cienciología. Había firmado
suscripciones al Círculo de Lectores, Discolibro,
Pornografía/Necrofilia/Bestialismo para Todos, el Club del Gourmet y las
asociaciones de amigos de la paloma torcaz, el silbo guanche, Traficantes Sin
Fronteras y un sin fin más de entidades variopintas. Me cuentan que algún
celador se sacó un dinerito extra ordenando la lista de espera para acceder a
mi habitación. ¡Qué panda de hijos de puta!
La convalecencia en mi casa no fue mucho mejor, si alguien ha tratado de
moverse en silla de ruedas por mi barrio sabrá de lo que estoy hablando,
constantemente te encuentras con bordillos, escalones, vehículos de todas
clases abandonados, aparcados o en movimiento (más peligrosos estos),
mobiliario urbano colocado estratégicamente para entorpecer el paso y con el
agravante de vivir en un tercer piso sin ascensor y depender de la buena (¿?)
disposición de mi hijo de 16 años para subirme a caballito por las angostas escaleras
en pleno mes de Agosto. Afortunadamente esta situación duró poco ya que, una
tarde, descansando a la sombra fresca de un árbol en un parque cercano a casa,
me quedé dormido presa del cansancio y, al despertar, descubrí con sorpresa y
espanto que me habían robado la cartera, el reloj, las gafas de sol, el mp3, el
tabaco y las ruedas y la silla descansaba apoyada en unos ladrillos apilados.
¡Que panda de hijos de puta!
Con el inicio de la rehabilitación empecé a ver la luz al final del túnel (pero
sólo era un tren que venía en dirección contraria), me cambiaron los restos de
la silla, previo pago de las ruedas, por unas muletas ultramodernas de esas de
diseño, parecidas a las del Rey; un modelo experimental dotado de los últimos avances en materia de
ergonomía y tecnología punta. ¡Vaya cagada! Lo de los apoyamanos (o como se
llamen) que se adaptaban a la forma y la fuerza ejercida no estaba mal, lo del
empleo de materiales ligeros no estaba mal, lo de los topes antideslizantes del
extremo inferior no estaba mal pero lo de introducir unos muelles a modo de
suspensión en el centro del bastón no facilitaba el cumplimiento estricto de
las instrucciones que me dieron: Bajo ningún concepto debe apoyar el pie en el
suelo. Pues bien, a cada paso que daba (que intentaba dar), el bastón encogía o
se estiraba caprichosamente de tal manera que más que un accidentado en trance
de recuperación parecía el bailarín ese negro tan simpático del Ballet Zoom
pero sin la sonrisa luminosa. Para no apoyar el pie dañado tuve que apoyar
consecutiva o simultáneamente pero siempre con violencia: el otro pie, las
rodillas, las caderas, la tripa, el pecho, la espalda, el culo, la nuca, la
cara o la nariz. Con el agravante de que en un gimnasio proliferan las
máquinas, bancos, camillas o instrumentos de distinto pelaje pero parecida
dureza que, a la semana de tratamiento, me hicieron asemejar a un ecce homo. El
resto de enfermos se traía a amigos y familiares que, con total desprecio a mi
dignidad, jaleaban mis movimientos erráticos, como los de una avutarda coja y
borracha que baila break dance y los acompañaban por palmas. ¡Qué panda de
hijos de puta!
Ahora ya estoy mucho mejor, esta clínica ha sido lo que yo necesitaba. Unas
personas muy amables, todas vestidas con una inmaculada bata blanca, me tratan
muy bien, Hasta me han dado una habitación toda ella acolchada para que no me
vuelva a hacer daño. ¡Qué maravilla! Piensan en todo: Buena comida servida
calentita y con puntualidad, cubiertos de plástico para que no me haga pupa,
nadie se ríe de mí y me hablan de usted.
No sé todavía si fue buena idea intentar hacer tragar las muletas al diseñador
cuando me reconvino por no usarlas adecuadamente y me llamó torpe de mierda. No
sé. Yo las acompañé de generosas dosis de ketchup y era verdad que los
apoyamanos (o como se llamen) se adaptaron a la forma de la boca de su autor y
a la fuerza que yo ejercía. No sé, quizá debí hacerlo directamente con el gallo
de cerámica y me habría evitado todos estos meses de tortura y sufrimiento.
De todas
maneras, queridos Reyes Magos o Papá Noel o Santa Klaus o quien coño sea: sois
todos una panda de hijos de puta.