Hay tres hechos que han marcado el devenir de la humanidad
desde la noche de los tiempos: El descubrimiento del fuego, la invención de la
rueda y la organización de los ayuntamientos. El primero condicionó la habitabilidad de los espacios y
mejoró la dieta, con la consiguiente adaptación a lugares hostiles y aceleró su
evolución como especie; el segundo inauguró el concepto de la tecnología que no
ha dejado de mejorar nuestras condiciones de vida hasta nuestro días y, el
tercero…, el tercero lleva sin cambiar en su sustancia y estructura básica
desde los tiempos de los romanos, sus creadores.
Aparentemente, el Bobierno ha emprendido una iniciativa para
introducir cambios en la administración local (que también incluye estructuras
supramunicipales, como las mancomunidades, o provinciales, como las
diputaciones); no obstante, el nudo gordiano de la administración local reside
en los ayuntamientos y es ahí donde debe radicarse la base de cualquier mejora
que se vaya a introducir. Mucho me
temo que, una vez mas, se va a desperdiciar una magnífica oportunidad de
modernizar las estructuras administrativas con el único interés de adelgazar su
coste económico. Esta opción es
manifiestamente miope y no abordará en serio los problemas que, cada día,
afrontamos administración y administrados como los dos mundos paralelos que
conviven tras el Espejo de Alicia.
Hemos oído mil veces que los ayuntamientos deben abrir sus
puertas para que los ciudadanos entremos, participemos y nos impliquemos en
primera persona en los asuntos que afectan al común de la ciudadanía, lo que de
ha dado en denominar Empoderamiento.
Bien, muy bien; pero cualquier iniciativa en ese sentido se ha visto
frenada en seco por las resistencias numantinas de, por un lado, políticos
cortoplacistas con un miedo cerval a perder cuota de poder y, por otro no menos
importante, de técnicos esclerotizados que sólo ponen trabas y complicaciones
grotescas con el pueril argumento de que el ciudadano no tiene ni idea de lo que
pretende y les va a hacer trabajar más.
Una reforma de la administración local debe eliminar de raíz estas
resistencias legislando a favor de la participación.
Unas puertas abiertas no sirven sólo para entrar, también
franquean la salida. Los regidores
deben salir a la calle, convivir con sus vecinos, conocer sus problemas a pie
de obra y, de la mano con ellos, pergeñar las mejores soluciones posibles. Este asunto se afronta mediante una
descentralización real de la administración que, hasta ahora, no se ha abordado;
ha habido tímidos intentos, más cosméticos que efectivos, que se han quedado en
una desconcentración formal que no ha satisfecho a nadie. Un ayuntamiento que se precie debe
tener una estructura reticular: En
un sentido, debe estar dividido en áreas temáticas, a su vez, repartidas en
concejalías responsables de esos asuntos y, en otro sentido (del que adolece
ahora), debe tener una división geográfica, transversal y participada, que dote
a cada barrio de referentes claros, tanto políticos como ciudadanos, apoyados
sobre un engranaje técnico que resuelva los problemas en vez de crearlos.
Si sólo pretenden abaratar el coste de los ayuntamientos hay
dos fórmulas infalibles: Afrontar desde otros niveles de la administración las
competencias que las ciudades asumen porque no hay nadie más que lo haga, sin
estar habilitadas para ello, y que suponen un sobre coste descomunal y
transparencia total en todas sus actuaciones para evitar “tentaciones
indeseadas” amparadas en la opacidad administrativa.
Si se quiere, verdaderamente, modernizar todos sus
estamentos y dotarles de una organización eficaz y eficiente a largo plazo, la
ciudadanía tiene (tenemos) mucho que decir pero, para abrir las puertas,
primero deben abrir los oídos. Ahí estamos.
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