martes, 2 de agosto de 2016

¡¡DOMINAR EL MUNDO!!


El sabio loco paseaba nervioso por su laboratorio. La frase, para empezar, queda muy bien pero es mentira: En realidad no paseaba, en una sala de 3 x 3 metros no se puede pasear, todo lo más, bailotear y, si tiene esas dimensiones tampoco es un laboratorio, es un cuchitril lleno de aparatos que cubren las paredes del suelo al techo, de esos con lucecitas de colores y sonidos estridentes que dan un aire de modernidad a cualquier espacio; para completar la falacia, Federico tampoco era un sabio, estricto senso (signifique lo que signifique), vestía una bata blanca, o que fue blanca alguna vez, y experimentaba constantemente.  Como contrapartida, de lo que no había ninguna duda es de que estaba loco; no esos locos despistados y simpáticos de las películas, no, tenía tantas piezas sueltas que, cuando movía la cabeza, sonaba como un sonajero y una mala leche furibunda alimentaba la misantropía más enfermiza que los siglos hayan visto.

En lo que era calcado a los sabios locos de las películas era en su afán por dominar el mundo. Probablemente, este hobby procediera de una película de James Bond que vio de niño pero, como no podía acariciar un gato porque le daban alergia, se inclinó por inventar algo que postrara la humanidad a sus pies y se puso a la tarea con la entrega absoluta propia de los orates y la preocupación supina de una madre que recibía una importante cuota de desprecio para cada muestra de cariño, hasta que se cansó.  Dejó, toleró, permitió... alentó que Fede se instalara el trastero y dejara en paz a su familia, a los vecinos y a las visitas con su impertinencia y odio indisimulado.

Un taburete robado de un bar y una pizarra clásica, de las de escribir con tiza, eran las únicas concesiones NO tecnológicas que había permitido en su laboratorio y ambas amortizaron con creces su existencia. Pasó Federico tantas horas sentado o apoyado en el asiento redondo y duro de la banqueta, que su culo ya mostraba un rebaje de forma circular y plana similar al molde sobrevenido.  Consumía de media un paquete de tizas a la semana y, con una justificada concesión a esos seres inferiores que formaban la Humanidad, pedía junto con la comida pasando una nota manuscrita por debajo de la puerta.  Su madre, que ya no las leía porque sabía su contenido, dejaba periódicamente a la puerta su paquete semanal de tiza, dos paquetes de pan de molde y diferentes embutidos envasados al vacío para que “el bicho” se alimentara.  Cada vez que lo hacía, recordaba una gracieta que le contaba su abuelo: “Padre, que se ha caído el borrico al pozo.  Pues échale paja, que agua no le faltará...”. Sonreía mientras pensaba que lo mismo hacía ella.

Federico le había dado muchas vueltas a la cabeza, no literalmente, como la niña de El Exorcista, pero casi.  Debía encontrar la fórmula que le permitiese desquiciar a la humanidad y, por qué no, también a los animales, de modo que luego apareciera él como autor insensible y, mediante un chantaje de manual, iría conquistando parcelas de poder hasta que por fin consiguiera ¡DOMINAR EL MUNDO!

Probó a inventar un ingenioso adminículo que, situado en todas las latas de conserva alimentaria para, en teoría, facilitar su apertura, impidiera el acceso a su contenido. Grande fue su disgusto al comprobar que el “abrefácil” ya estaba inventado. La misma suerte corrió con intentos como las películas pirata que cuando las ves no las oyes y viceversa; las ruedas antipinchazos, los dulces para diabéticos, las lentillas de sol, la riñonera elegante, los perniciosos antivirus, los zumos de naranja envasados o el velcro quirúrgico. Nada, la maldad humana no conoce límites y, en todos los casos, se le habían adelantado.

Por casualidad, la historia está repleta de descubrimientos por casualidad, la inspiración le visitó una mañana. Estaba desgastando sus caderas contra el sufrido taburete cuando reflexionó sobre la herramienta más útil que tenía para hacer su “trabajo”: El silencio.  Le ayudaba a concentrarse y, a su amparo, sus pensamientos eran más nítidos y contundentes y, tenía que suceder, se le encendió la bombilla:  Inventaría algo que eliminara el silencio de nuestras vidas, un elemento que convirtiera la actividad más simple, el gesto más sencillo, el movimiento más imperceptible en una sucesión de sonidos desagradables al oído y al cerebro hasta que sus congéneres y, a la vez, acérrimos enemigos, llorasen de desesperación añorando un milisegundo de silencio.  Ese sería su legado.

Una mezcla de crujido, sin ser crujido; de silbido que no lo era; de leve chasquido que se percibía en kilómetros a la redonda sin el menor esfuerzo, le indicó que estaba listo para inundar la tierra con su obra y esperar acontecimientos. Había inventado el papel celofán con el que se envuelve cada objeto de uso diario y el ser humano conoció el sufrimiento.

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