miércoles, 10 de agosto de 2016

Fui a comprar flores


Fui a comprar flores, como cada viernes. Me gustaba tener flores naturales en casa y, durante la larga época en que vivió mi gato, no podía; se las comía e iba dejando vomitonas por toda la casa. Ahora me estaba resarciendo, todos los viernes entraba por la puerta con un ramo y mi mujer no oponía resistencia.

Fui a comprar flores, como cada viernes, pero no lo hice. Al entrar por la puerta de la floristería percibí un olor extraño, desagradable; la vendedora habitual, Mercedes, creo que se llama, no estaba y una señora oronda con cara de perro pekinés cabreado deambulaba tras el mostrador, ejerciendo su tiranía como la Reina de Corazones de Alicia, cortando cabezas, con la diferencia de que no eran cabezas las víctimas de sus tijeras voraces, eran flores. Las cortaba al ras del cáliz, dejándolas inútiles para cualquier composición al uso; las cogía, miraba con desdén, y tiraba una tras otra a la papelera.  Indignado y dolido le pregunté por qué hacía eso y ella, sorprendida como si le hubiera preguntado por qué amanece, respondió que se habían portado mal.

Con la certeza del trastorno mental de esa mujer desconocida, abandoné la tienda con las manos vacías haciendo memoria del barrio, pero no recordaba ninguna otra floristería.  Por un instante, me invadió la inquietud ¿Y si la chica que yo llamaba Mercedes, cuyo paradero desconocía, había corrido la misma suerte que las flores? Di la vuelta sobre mis pasos y regresé a la tienda. La Reina de Corazones levantó un segundo la mirada y volvió a su floricidio sin darme importancia, sólo era el tipo ese que preguntaba lo obvio.

Me armé de valor, acerqué a ella y, tras tragar saliva dos veces, pregunté: -Buenas tardes, ¿no está la chica que había antes? Mercedes, creo que se llama-  -No, ya no- contestó lacónica y siguió a lo suyo. -¿Cómo que ya no?- Insistí preocupado.  La Reina de Corazones, con un gesto de fastidio que afeó aún más el rictus que usaba como boca, me señaló el invernadero con la barbilla sin dejar de decapitar, en este caso, crisantemos.

Volví mis pasos hacia el invernadero y, con mucho respeto, por no decir miedo, abrí la puerta y me asomé.  Cuando mis ojos se acostumbraron a la luz especial que creaba su atmósfera, descubrí una vegetación de exhuberancia desatada que emanaba una mezcla de aromas entre embriagadora y empalagosa. En el suelo, en un hueco que quedaba a la izquierda, asomaban dos pies inmóviles mujer.  Corrí hacia ellos y la naturaleza no me defraudó: Los pies iban seguidos de dos piernas embutidas en unos pantalones vaqueros, a continuación, un culo inerte hacía de nexo con un tronco que, como es lógico, continuaba en su parte superior en dos brazos a ambos lados, que finalizaban con unas manos que me resultaban familiares. Volviendo a los hombros, éstos conducían al cuello, del que salía... ¡Nada!  ¡No había cabeza!

El instinto me hizo mirar con recelo a la Reina de Corazones quien, tijeras de podar en mano, venía hacia mí. ¡¡Venía a por mí!!  Reaccioné lo más rápido que pude, cerré de un portazo el invernadero y atranqué la puerta desde dentro con una pesada jardinera.  Ella, al ver que no podía acceder por ahí, buscó una ventana abierta por la que entrar pero yo, de modo implacable, ya las había ido cerrando una tras otra.  No se le puede negar que fue contumaz hasta el agobio porque, lejos de rendirse, fue golpeando con las pesadas tijeras los cristales, uno por uno, buscando un punto de debilidad por el que poder entrar.  Afortunadamente, no eran cristales, eran resistentes paneles de metacrilato que soportaban sin ningún estrés cada golpe recibido.  Todos menos uno.  Un chasquido sordo y los trozos de plástico trasparente cayendo al suelo, consiguieron que me bajara de golpe toda la sangre a los pies y, mareado, empleé mis últimas fuerzas en meterme entre el follaje buscando pasar desapercibido mimetizándome con la vegetación.

No me podía mover pero traté de permanecer aún más quieto, me faltaba el aire pero contuve la respiración; oí como la Reina de Corazones, precedida por un “chas, chas, chas” de las tijeras en acción, pasaba de largo para, luego, inexplicablemente, volver y descubrirme hecho un ovillo en el suelo, envuelto en hojas, ramas y flores.

“Chas, chas, chas, chas, ...”. Con precisión quirúrgica fue cortando todas las ramas que me envolvían, poniendo especial cuidado en las que me aprisionaban el cuello cada vez más y comenzaban ya a cortar la piel por varios sitios.  Cambié el pavor por el alivió y ella, ayudándome a levantarme, mostró su placa y se presentó: “Brígida López, inspectora de homicidios botánicos...”




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