lunes, 22 de agosto de 2016

La maleta


Los dueños de la maleta trataron de disimular sus nervios en el control de equipajes del aeropuerto. Por sí misma, la pareja ya llamaba la atención; él, Vítor, llevaba media vida corrigiendo a quienes le llamaban Víctor y la otra media explicando por qué tenía ese nombre: Era muy sencillo, porque su padre se llamaba así y su abuelo y demás ancestros. Lo bautizaron así y llevaba con orgullo esa herencia familiar. Vítor nació en Vigo y, hasta este momento, nunca se había distanciado de su ciudad más de doscientos kilómetros; más alto que la media, de piel muy blanca y rubio, contrastaba con su mujer, Chen, hija de emigrantes de Shanghai. Era española de nacimiento pero daba igual, todas las personas que se dirigían a ella le hablaban muy lentamente acompañándose de gestos y, lógicamente, se sorprendían cuando les respondía en un castellano perfecto aderezado con acento gallego. Ella era bajita, no llegaba al metro sesenta, de piel de porcelana y pelo negro azabache; sus rasgos perfectos la convertirían en un modelo de belleza si no fuera porque ella, diplomada en enfermería, por experiencia profesional, daba al “contenido” más importancia que al “continente”.

Al colocar la maleta en la cinta del escáner, instintivamente se dieron la mano y miraron con gesto preocupado. El vigilante de seguridad, a cargo del arco detector de metales, contempló la escena con disimulo y al pasar estos por su puesto les informó que les habían correspondido pasar los registros aleatorios. Vítor se extrañó de que “aleatoriamente” les tocara a los dos pero, siguiendo la tesis que le enseñó su abuelo “Nunca te pelees con el peluquero antes que te corte el pelo”, optó por no discutir.

El vigilante de seguridad les separó del resto de la fila e invitó a pasar a una sala pequeña y fría, toda ella en gris, mientras iba a avisar a la Guardia Civil.  Chen intentó decirle algo a Vítor pero éste la paró en seco señalando una cámara que había en un rincón, junto al techo. Sólo se miraron otra vez y con cierta tranquilidad para variar; ellos estaban ahí pero completamente “limpios” podrían registrarles a conciencia y nunca les encontrarían nada, sencillamente porque no lo llevaban.

La maleta, tumbada en el suelo junto a la cinta del escáner de equipajes, contempló inerte la escena. Nadie reparó en su presencia y nadie la reclamó. Era un modelo de esos modernos y funcionales, que la publicidad decía que podría pasarle por encima un camión y su interior no lo notaría; de ese color tan característico que podríamos llamar “gris maleta”; sus propietarios la habían seleccionado con mimo, entre las decenas de modelos que había en la tienda, porque sus dimensiones le permitían entrar holgadamente en los huecos destinados al equipaje de mano y disponía en su interior de un sistema que permitía fijar los objetos para que permanecieran inmóviles con independencia de la postura en que se colocase.

Una sargento de la Guardia Civil entró en la pequeña sala gris, cada movimiento denotaba la profesionalidad que otorga la experiencia. Con sólo una mirada supo que esos dos no llevaban encima nada oculto pero sí tenían un comportamiento sospechoso que se aplicó a desentrañar:
-Víctor Otero y Chen Liu ¿verdad?- preguntó mirando ambos pasaportes abiertos en sus manos.
-Vítor- corrigió él, como llevaba haciendo toda la vida, ella sólo asintió.
-De acuerdo, Vítor. Es algo poco visto una pareja formada por un hombre gallego y una mujer china ¿se conocieron aquí o allí?- Volvió a preguntar la sargento.
-Ni aquí ni allí, fue en Meeting, la página web esa de hacer parejas- respondió Vítor, poco acostumbrado a hablar de su relación.
-¿A qué se refiere con allí? Yo soy tan española como usted- Salió Chen de su letargo.
-¿Ah, sí? He visto los anuncios pero nunca conocí a nadie que lo hubiera utilizado ¿cómo funciona? ¿los chicos buscan a las chicas o las chicas a los chicos? ¿imagino que costará un dinero?- continuó la sargento viendo que tenía cancha y podía, no ya ganar su confianza pero sí vencer su resistencia.
-¿Estamos aquí por eso? ¿No sabía que fuera ilegal?- Sacudió Vítor visiblemente molesto. –Nos está esperando un avión ¿sabe?- Añadió
-Está bien, si lo quiere así, así será. Usted, Vítor, pase a esa sala de la derecha y desvístase completamente, ahora pasará un compañero a revisarle. Usted, Chen, pase conmigo a la sala de al lado y desvístase también; a ver si lo que les está esperando es un juez- La sargento sabía que no les iba a encontrar nada pero, fracasada su intentona de complicidad, debía separarlos para conocer qué ocultaban.

Durante el registro, Vítor no pudo reprimir una sonrisa acordándose de su madre y sus sentencias: “hijo, cuando viajes ponte siempre unos calzoncillos nuevos, no vayas a tener un accidente y piensen que tu madre es una guarra”, al riesgo de accidentes habría que añadir “o que te registren en el aeropuerto”.

Efectivamente, no les encontraron nada; ni escondían ningún objeto sospechoso ni, tras diferentes intentos y estrategias, confesaron nada reprochable. Simplemente estaban nerviosos por volar, por viajar, por la seguridad, por cien mil cosas distintas. Aún así, cuando la sargento les devolvió su documentación y dijo que se podían ir, con las correspondientes disculpas, su alarma interior seguía activada. Se le había escapado algo, seguro.

Los dueños de la maleta contuvieron una carcajada de relajación cuando volvieron al control de equipajes y observaron que el suyo seguía ahí, sin llamar la atención. Se acercaron plácidamente, la pusieron vertical, extrajeron el asa telescópica y la echaron a rodar en dirección a la cafetería más cercana. La sargento, que les observaba por el circuito cerrado de televisión, cayó del burro “¡Coño, la puta maleta!

Las órdenes por radio fueron tajantes y, dos minutos después de su salida triunfal, volvían a estar en la misma sala aunque, ahora sí, con la maleta por delante. La sargento, recreándose, cerró la puerta tras de sí con calculada parsimonia.
-Cuánto tiempo sin verles, parece que ahora tenemos la familia al completo: El padre, la madre y la hija con asas y ruedas- Saludó con grandes dosis de sarcasmo. –Por favor, pongan la maleta sobre esa mesa, abránla y den dos pasos atrás- ordenó.

Chen miró a Vítor y sujetó su brazo con la mano, ella la abriría, al fin y al cabo ella era la responsable de esta situación y debía dar la cara. Levantó la maleta sin dificultad, giró las ruedecillas de la clave de seguridad en las tres cerraduras, abrió la tapa y dio dos pasos atrás como le habían dicho.

La superficie tenía una apariencia impecable: Dos cazadoras dobladas del revés, para evitar que se arruguen y una bolsa de plástico que, por lo que trasparentaba, contenía unos zapatos. La sargento, cabreada consigo misma, decidió tomar personalmente cartas en el asunto y, calzándose unos guantes de látex, levantó con cuidado las primeras prendas. Debajo encontró camisas, dos cargadores de teléfonos, una baraja, un cuaderno y un boli, una tablet, dos libros electrónicos y un tupper. ¡¿Un tupper?! Sí, se trataba sin duda de un recipiente de plástico, de esos con tapa que cierra herméticamente, de color anaranjado y que, antes de abrirlo no desprendía ningún olor. Lo levantó con cuidado, lo sopesó y al moverlo notó como algo se desplazaba en su interior, como deslizándose. Lo puso sobre una báscula y anotó en el formulario colocado en la tablilla “1700 gramos”.  Lo colocó sobre otra mesa y con un cuidado infinito procedió a su apertura.

Chen y Vítor estaban separados por dos metros de vacío cómplice y apretaban sus propias manos con tal fuerza que apenas notaban como circulaba la sangre. La suerte estaba echada. La sargento completó la apertura y, con mimo, sacudió levemente la tapa para que los polvos que se habían adherido a su interior cayeran, con el resto, al interior del recipiente. Era un polvo fino, casi microscópico, de color gris que, misteriosamente, no había sido detectado por los perros estratégicamente ubicados por el aeropuerto. Podría ser una sustancia no controlada, ya que los químicos se esmeran mucho en cambiar la composición de sus “creaciones” para, por un lado, evitar ser detectadas y, por otro, al no ser una sustancia calificada como prohibida, librarse de una condena por un tecnicismo.

Chen estaba al borde del colapso y no reaccionó cuando la sargento, muy profesional, tomó una mínima porción del contenido del tupper, la depositó en un portaobjetos y, con un cuentagotas, dejó caer encima un reactivo de color indefinido esperando que se pusiera azul. No sucedió nada. Repitió la operación con otro líquido y el mismo resultado. Así, seis veces hasta que una de las gotas tomó un tono rosa intenso. ¡Se trataba de restos humanos!

Toda la aparente frialdad y filosofía orientales no sirvieron para que Chen notara como se le aflojaban las rodillas y caer al suelo. Vítor, dio un salto en su auxilio y, cuando el vigilante de seguridad trató de sujetarle, la sargento lo detuvo con un gesto. ¿Qué estaba pasando? Chen rompió en sollozos y confesó: Su padre murió hacía un mes y ella le había prometido llevar sus cenizas a su Shanghai natal, con el resto de su familia. La sargento, más relajada, le informó que llevar las cenizas en un avión no era ilegal, sólo debía cumplir con unas normas concretas en el transporte y nada más. Le dijo a Vítor dónde podía comprar una urna metálica de cierre hermético, apropiada para el transporte aéreo de cenizas, y pidió a Chen que le ayudara a colocar el contenido de la maleta. En su interior estaba satisfecha, sabía que ocultaban algo y le alegró que no fuera nada ilegal. Esa pareja le caía bien, al fin y al cabo, ella también había conocido a su pareja en una web de contactos.



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