sábado, 6 de agosto de 2016

La fotografía


Los pies de Maruja se sucedían vertiginosamente subiendo por la cuesta.  Llegaba tarde a darle la medicina al abuelo y, en esas circunstancias, no había pendiente que valiera, si tenía que darle la pastilla a las siete, tenía que dársela, daba igual de dónde viniera y lo que estuviese haciendo. Se había comprometido a hacerlo y su palabra era ley.

Jamás entendió por qué había tantas llaves en el manojo de casa de su abuelo y, con las prisas, siempre las prisas, no se había aprendido aún qué abría cada una. Aplicaba la tesis de que siempre sería la última y nunca fallaba.  Probó una tras otra hasta que una abrió, es decir, la última, pensó mientras sonreía para sus adentros volando por el pasillo hacia la cocina.

Algo llamó su atención en la pared que daba a la escalera y se detuvo en seco; la foto del abuelo, de cuando fue militar en Melilla parecía distinta pero ¿en qué? Todo estaba en su sitio: El falso paisaje del fondo pintado torpemente, la columna que hacía las veces de plinto donde el abuelo apoyaba descuidadamente el brazo, el uniforme recién planchado, las botas, cinturón y correajes relucientes, ... todo igual, tan antigua, tan sepia, tan entrañable y, sin embargo, parecía distinta. ¡Bah! Imaginaciones suyas, pensó.  El reloj del salón estaba dando las siete y había llegado a tiempo un día más.

De cualquier modo, la situación había mejorado mucho; había empezado el curso en la universidad y no podía atenderle por las mañanas, como hizo durante el verano, de manera que su madre y sus tíos habían contratado a una chica, recién graduada en enfermería, para que fuera unas horas y el hombre estuviera bien atendido. Maruja hizo memoria, era una muchacha simpática, Marta, se llamaba, y trataba muy bien al abuelo, cosa que el hombre en su sufrimiento, agradecía sonriendo con los ojos. La medicina de las siete de la tarde era responsabilidad suya y tampoco suponía demasiado esfuerzo, lo hacía con gusto.

Iban pasando los días y, cada uno al entrar en la casa del abuelo, la sensación extraña que le trasmitía la foto iba a más; hasta que una vez, cuando ya las tardes son más cortas, encendió la luz.  ¡En la foto que creía amarillenta por los años había colores, tímidos, medio desvaídos, levemente sugeridos en algunos puntos pero estaban ahí. Destacaba el color verde intenso que, decían, habían tenido de joven los ojos del abuelo, sí, fue un hombre muy atractivo.

Maruja se fue acostumbrando a encontrar cada día un nuevo matiz cromático en la foto que, bien entrado el invierno, había perdido todo vestigio sepia y lucía espléndida, trasmitiendo el vigor juvenil del abuelo en sus años mozos.  En la familia estaban muy extrañados y llamaron a un fotógrafo para que estudiara el fenómeno. No le encontró explicación.  Llamaron a un experto en ciencias ocultas. No le encontró explicación.  Llamaron al párroco, por si acaso era un milagro.  No le encontró explicación pero se quiso llevar la foto, a lo que la familia se negó en redondo.  Nadie sabía por qué pero la fotografía lucía cada día más esplendorosa.

A mediados de marzo, justo antes de la llegada de la primavera, Marta comunicó a la familia que se había salido trabajo en una residencia y que lo dejaba, habían sido unos meses muy agradables y había aprendido mucho pero, tal y como estaban las cosas, no se podía despreciar un trabajo y menos cuando se tiene necesidad de engordar el currículo.

Tres días después de la marcha de Marta, la fotografía volvió a recuperar su pátina amarillenta quedando, incluso, más ajada que antes de su colorista mejoría. ¿Y ahora, qué ha pasado? Preguntaron todos con auténtica extrañeza.  –Nada-, respondió Maruja con un punto de dulzura –el abuelo, que se había enamorado...-.



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