viernes, 19 de agosto de 2016

Un cuento clásico


Éranse una vez Isabel y Raúl, que eran dos enamorados de catálogo. Si te pararas a imaginar cómo sería una pareja-tipo de enamorados te saldría la imagen de Isabel y Raúl, o Raúl e Isabel, que tenían una relación modélica también en cuanto a igualitaria pero, por ordenarlos de algún modo, emplearé el orden alfabético y serán Isabel y Raúl.

Una mañana de domingo, de esas tan agradables de primavera con cielo despejado, suave brisa, temperatura templada y sol acariciante, Isabel y Raúl decidieron por consenso, porque ahí también servían de ejemplo y ninguna decisión era impuesta por una parte a la otra, todas se tomaban de común acuerdo; decidieron dar una vuelta por El Rastro ya que ese ambiente bohemio y desenfadado les parecía muy romántico. Deambular por entre los puestos donde se podía encontrar de todo, negociar el precio con unos profesionales del regateo que dejarían al mejor futbolista a la altura de un tuercebotas de segunda, y volver a su piso alquilado; porque alquilar era mucho mas sostenible que comprar y les daba más libertad para moverse cuando quisieran; volver, decía, con alguna antigüedad interesante y ecológica, que quedara bonita en su decoración naturalista, y poder mostrar a sus amigos con el orgullo de tener una casa pintona sin haber perjudicado al planeta y sus ecosistemas.

Paseaban sin prisa, con los ojos curiosos de quien no está aún maleado por los empujones crueles de la vida y, todavía, eran muy inocentes; creían, con Rousseau, que todo el mundo nacía bueno y la sociedad les iba estropeando. Miraban a unos y a otros, preguntaban y charlaban con cualquiera cuando, entre dos puestos ambulantes, llamó su atención una puerta pequeña pintada de verde, de esas con dos hojas, que llaman castellanas, de las que la de arriba estaba abierta y la de abajo cerrada. De la penumbra interior emanaba un olor, como de incienso, que les atrajo como moscas a la leche condensada y se acercaron hipnotizados.

Asomados por el hueco que quedaba arriba, sus ojos tardaron en acostumbrarse a la falta de luz y, al cabo de un minuto, descubrieron que la pequeña estancia estaba levemente iluminada por varias lámparas de aceite, que les invitaron a pasar con el sólo crepitar incierto de su llama. Por si no hubiera sido bastante, que lo fue, una voz susurrante con acento oriental puso en palabras lo que sus mentes habían sentido.  Estaban en su casa, o tan cómodos como en ella, para ser más preciso.

Una vez adaptados al juego bailante de luces y sombras, su anfitrión señaló unos mullidos cojines sobre una tupida alfombra. Isabel y Raúl, como vieron que hacía su nuevo amigo, se descalzaron y sentaron en los cojines con las piernas cruzadas. Él les ofreció té de un recipiente humeante, ellos, fascinados, asintieron con la cabeza y tomaron un pequeño cuenco entre sus manos. Nadie diría que se encontraban en el interior de un mínimo local ubicado en el centro del Madrid más castizo y no en una coqueta estancia de un templo perdido en medio la selva cálida y húmeda del sureste asiático.

Al poco, por su indumentaria y sus colgantes y pulseras rituales, dedujeron que quien les había recibido con tanta hospitalidad era una especie de monje de algún tipo de secta budista o algo así pero apenas hablaba y, en consecuencia, tampoco les apetecía romper la magia del silencio. Durante un tiempo indeterminado los tres estuvieron callados, meditando.

El monje se levantó con un movimiento ágil e Isabel y Raúl le siguieron con la mirada. Se aproximó a un viejo arcón de madera carcomida y levantó la tapa con un quejido de sus goznes oxidados. Rebuscó en su interior con interés y, con rostro satisfecho, se incorporó llevando en la mano otra lámpara de aceite, como las que les alumbraban, pero más vieja, sucia y abollada. La alfombra facilitaba los pasos menudos del monje que se acercó a la pareja ofreciéndoles la lámpara; ellos se miraron con curiosidad y, acto seguido, Raúl alzó las manos donde el monje depositó su obsequio.

Mientras Isabel y Raúl se pasaban la lámpara entre ellos y escudriñaban los escasos detalles que les permitía la tenue luz, el monje volvió a su cojín y lució orgulloso su mellada sonrisa. Con gestos les indicó que la frotaran con la manga e Isabel y Raúl no pudieron evitar la imagen infantil de Aladino y la lámpara maravillosa. Se miraron y una discreta carcajada, como sin querer, se les escapó con un punto de complicidad.

Sujetaron la lámpara entre los dos y, con las mangas de sus manos libres frotaron ambos laterales de latón que, sin dificultad, empezó a revelar el lustre que tuvo antaño. Motivados por sus progresos frotaron con más fuerza y sucedió: El monje que les había acogido se hizo etéreo y flotó para unirse al resplandor que surgió de la boca donde se prende la mecha. Isabel y Raúl dieron un respingo hacia atrás y apoyaron sus espaldas en la pared tapizada que tenían a retaguardia. Raúl siempre fue un poquito cagón e, instintivamente, trató de protegerse tras Isabel que le miró sorprendida dando gracias a que su vida no corriera peligro, si no, apañados estaban.

El monje trasmutado en genio flotaba en el aire en el centro de un resplandor anaranjado, su voz, antes susurrante y apenas perceptible, trocó en grave y tronante: “Soy el genio de la lámpara, he estado cautivo esperando que, cada día, llegara alguien de corazón puro y hoy sois vosotros. Os concederé un deseo con una única condición, que no lo haya pedido nadie, nunca. Si sois originales, disfrutaréis de mi magia y yo permaneceré libre hasta la noche, si no, olvidaréis que me habéis visto, volveréis a casa con las manos vacías y yo a mi prisión”.

Isabel y Raúl, Raúl e Isabel, miraban hacia arriba estupefactos mientras su boca, a punto de la luxación maxilar, trataba de respirar un aire pesado y espeso. Se miraron entre sí y comenzaron la búsqueda de una petición que no se le hubiera ocurrido a nadie. Lo primero fue decidir el tipo de deseo: Por una parte, Raúl se mostraba partidario de pedir algo material; había millones de opciones diferentes y no sería muy difícil encontrar algo inédito. Por la otra, Isabel discrepaba; estaba convencida de que una gran mayoría de la gente se habría inclinado por la opción material, dejando de lado la alternativa espiritual en la que, quizá, hubiera menos variedad pero sería un camino poco transitado, prácticamente desierto.

Raúl argumentó que, si se le había ocurrido a ella, por qué no se le podía haber ocurrido a otro e Isabel replicó que pedir algo material sólo por el hecho de ser original no valdría para nada si no es útil. En medio del debate les asaltó la duda ¿de cuántas oportunidades dispondrían? El genio, que entretenía el rato practicando trucos de magia, resolvió tajante: Una. Tenía sentido, si no, en vez de reflexionar sobre qué pedir, se convertiría en una formulación de deseos absurdos hasta que, por casualidad, tocaran la tecla acertada.

Isabel y Raúl acordaron ir proponiéndose cosas entre ellos hasta que encontraran la solución sin abandonar cada uno su tesis. Así, se fueron alternando en lanzar ideas que podrían aceptar o rechazar y, cuando vieran que habían encontrado su “piedra filosofal” se la trasladarían al genio, quien contemplaba divertido la escena haciendo malabares con sus zapatos en un rincón de la estancia.

Tras unos minutos de búsqueda interior, Raúl comenzó el carrusel: “Comida para todos”. Isabel se rió e, imitando la pose forzada de una aspirante a miss dijo, “La paz en el mundo”. Raúl, que notaba como sus tripas pedían la palabra, usó su turno; “Un frigorífico que dé la comida cocinada”. Isabel replicó que eso ya existía, incluso los había que, cuando detectaban que faltaba algún producto, hacían la compra. Ella siguió a lo suyo, “Necesitamos Felicidad, así, con mayúsculas y sin matices”. Raúl recogió el guante y razonó que, para ser feliz, no había nada mejor que poder hacer lo que quisiese sin tener que trabajar. A Isabel no le gustó, le pareció banal e infantil y opinó que sería mejor ser los más inteligentes. Raúl torció el gesto señalándole su contradicción y le recordó que, a menudo, los menos inteligentes suelen ser los más felices, por el contrario, si inventaran algo de utilidad a la vez que exitoso, estaría resuelto el enigma. La muchacha cortó de raíz, habría que decir exactamente qué querrían inventar y, probablemente, ya estuviera propuesto. Por un instante se le encendió la mirada con una pizca de picardía: optarían por poder pedir todos los deseos que quisieran, Raúl respondió que, si eran incapaces de encontrar uno, para qué querían tener más, que lo que debían hacer era eliminar la cláusula de originalidad.

El genio, que hacía ejercicios de contorsionismo sobre un cojín diminuto, negó con la cabeza, que asomaba entre sus pantorrillas; no se podía pervertir el espíritu de la prueba.

A medida que avanzaban en sus disquisiciones su rostro se ensombrecía y, asombrosamente, a pesar de estar en una habitación pequeña, la distancia entre ellos era cada vez mayor, hasta tal punto que ya debían levantar un poco la voz para poder escucharse. Se dieron cuenta que algo no funcionaba y callaron. La mirada de cada uno buscó los ojos que amaba y al encontrarlos, sin más, pronunciaron a la vez:  “Poder salir de aquí exactamente igual que como entramos”.

El genio de la lámpara comenzó a pintar un cuadro, hasta la media noche disponía de tiempo suficiente para terminarlo. Isabel y Raúl, cogidos de la mano, convinieron que era tarde y tenían hambre de modo que ...
apretaron sus andares
buscando un bocata de calamares

FIN

1 comentario:

Milagros H. dijo...

Demuestra que la felicidad regalada es efímera y artificial. la felicidad trabajada sabe más dulce a cada trago. Buen cuento que leeré a mis nietas.